Catalina II de Rusia, conocida como Catalina la Grande, no nació reina. Ni siquiera nació rusa. Vino al mundo como Sophie von Anhalt-Zerbst, una princesa prusiana de una casa noble menor, sin más credenciales que una educación refinada y una ambición poco habitual en una joven del siglo XVIII. Fue enviada a San Petersburgo a los 14 años para casarse con el heredero al trono, Pedro de Holstein-Gottorp, un joven emocionalmente inestable que luego se convertiría en el zar Pedro III. Lo que nadie anticipó es que esa muchacha extranjera acabaría convirtiéndose en la mujer más poderosa de Rusia durante más de tres décadas.
Catalina era brillante, pero no necesitó demostrarlo de inmediato. Comprendió muy pronto que los muros del poder no se escalan corriendo, sino escuchando. En lugar de luchar por atención, se dedicó a observar. Callada, con los ojos bien abiertos, empezó a estudiar la corte rusa, sus rituales, sus hipocresías, sus máscaras. Y lo más importante, sus heridas. Sabía que todo el mundo tiene una fisura emocional. Una necesidad no resuelta. Un miedo sin nombre. Y que si logras encontrarlo, ya no necesitas imponerte, basta con pulsar el botón correcto.
Su esposo, Pedro, era un hombre torpe y errático. Admiraba al rey de Prusia, Federico el Grande, y despreciaba todo lo ruso, lo que lo hizo impopular desde el principio. Catalina, por el contrario, se esforzó por amar a su nuevo país. Aprendió el idioma, abrazó la ortodoxia, y cultivó una imagen de mujer rusa culta y devota. Mientras Pedro alienaba a sus aliados, Catalina los conquistaba en silencio. Ella no pedía lealtad, la generaba con inteligencia emocional. Entendía qué necesitaba cada persona a su alrededor, afecto, reconocimiento, seguridad y se lo ofrecía en pequeñas dosis, como un médico que administra justo el remedio que el paciente no se atreve a pedir.
Mientras Pedro jugaba a los soldaditos en palacio, Catalina formaba alianzas con los nobles, el clero y la Guardia Imperial. No lo hizo con amenazas ni promesas vacías. Lo hizo con precisión, identificando el interés personal de cada pieza del tablero y haciéndola sentirse única. Sabía que, en política, nadie es leal por moral. Lo es por miedo, deseo o necesidad. Catalina dominaba esos tres resortes.
En 1762, apenas seis meses después de que Pedro ascendiera oficialmente al trono, Catalina ejecutó su movimiento maestro. Con apoyo del ejército y gran parte de la aristocracia, organizó un golpe. Pedro fue arrestado y obligado a abdicar. Murió días después en circunstancias oscuras. Catalina no solo quedó al mando, sino que se convirtió en la encarnación del poder. No por ser la esposa del zar, sino por haber entendido mejor que nadie los hilos invisibles que mueven a los poderosos.
Durante su reinado, Catalina modernizó Rusia, promovió la educación, fomentó el arte y mantuvo correspondencia con los principales pensadores ilustrados de Europa. Pero lo que realmente definió su imperio no fue su política exterior ni sus reformas internas. Fue su capacidad para comprender el alma humana. Catalina no buscaba vencer. Buscaba comprender y luego decidir cómo actuar. Ese orden nunca lo alteró.
Tenía un método que no enseñaba en voz alta. Miraba más allá del gesto. Del título. Del uniforme. Descubría las carencias que los otros intentaban esconder. Y ahí, en ese punto ciego, colocaba su dedo con suavidad. Lo justo para tener control. Sin que se notara. Porque una emperatriz que empuja es peligrosa. Pero una que escucha tus miedos en silencio, esa, es imbatible.
Catalina entendía algo que seguimos sin aprender hoy, que las personas no se mueven por lo que les dices, sino por lo que les haces sentir. Que el poder no está en convencer, sino en identificar lo que el otro ya quiere, aunque no lo sepa. Y convertirte en quien puede dárselo, o no.
No fue su belleza ni su linaje lo que la convirtió en Catalina la Grande. Fue su capacidad de leer a los demás como si fueran libros abiertos, mientras ellos creían tener todo bajo control. Ella no ganaba porque tenía razón. Ganaba porque sabía en qué punto exacto te dolía el alma.
No fue una mujer sin escrúpulos. Fue una mujer sin ingenuidades. Y si alguien tenía que caer para que Rusia siguiera su curso, que cayera. Pero que cayera sin que ella tuviera que ensuciarse las manos. Porque Catalina no empujaba, Catalina convencía. Y eso, es mucho más peligroso.
¿Te crees muy listo porque tienes un logo bonito, un buen eslogan y una web que carga rápido? Catalina ni siquiera tenía redes sociales y le bastó con escuchar mejor que nadie. Hoy, la mayoría habla demasiado de sí misma, de su producto, de lo maravillosa que es su marca, pero nadie se para a mirar a los ojos del cliente y preguntarse: ¿qué le duele? ¿Qué lo desespera? ¿Qué haría que se sienta visto, aunque sea por primera vez en su vida?
El error más común en ventas es pensar que se gana por argumentos. Se gana por afinidad emocional. Nadie compra porque le expliques bien las características de tu producto. Compra porque cree que lo entiendes. Porque nota que has estado en su piel. Catalina lo sabía, no necesitaba tener la mejor oferta, solo la mejor lectura de la otra persona.
No hables de ti. No presumas de lo que haces. Haz preguntas incómodas. Las buenas, las que incomodan con elegancia. “¿Qué te impide dormir por las noches?” “¿Qué harías si no tuvieras miedo?” “¿Qué te gustaría que nunca nadie supiera de ti?” Cuando llegas a ese punto, no vendes. Hipnotizas.
Hay gente que vende dietas, entrenamientos o marketing y lo hace igual que un folleto aburrido. Pero si entiendes que lo que está comprando el otro no es un programa de seis semanas, sino el deseo de dejar de odiarse al mirarse al espejo, ahí estás en el terreno de Catalina. Ahí estás jugando al juego de verdad.
Catalina nunca decía: “yo soy la más lista”. Lo demostraba. Y lo hacía en el lenguaje favorito de los humanos, el de la atención. El que escasea. El que se finge. El que, cuando es auténtico, desarma más que cualquier técnica. Si logras que tu cliente sienta que por fin alguien lo está entendiendo de verdad, no te comprará. Te seguirá.
¿Quieres impactar? Entonces no lances tu mensaje como quien lanza folletos desde un helicóptero. Métete en la cabeza de tu audiencia como lo hacía Catalina, en silencio, sin que se den cuenta, hasta que ya no pueden pensar sin tenerte en cuenta. No digas lo que haces. Di lo que el otro necesita oír. No desde el ego. Desde la estrategia.
No hace falta manipular. Hace falta mirar. Escuchar con intención. El que detecta el miedo real del otro (miedo al rechazo, al fracaso, a quedarse atrás, a no ser suficiente) tiene en la mano una llave. Y si sabe cuándo girarla, no necesita convencer a nadie. El otro se entrega solo.
La empatía no es decir “te entiendo”. Es demostrar que lo entiendes antes de que el otro lo diga. Es identificar la herida emocional con más precisión que un terapeuta. Y si haces eso en tu copy, en tu discurso de venta o en tu marca personal, el otro no te ve como un vendedor. Te ve como un salvavidas.
¿Y sabes qué? En ese punto, da igual si tu producto cuesta diez euros o diez mil. Si el otro siente que tú puedes aliviarle un dolor que nadie más le había nombrado ya has ganado. No por listo, sino por lector de almas. Como Catalina. Como los que entienden que la verdadera venta ocurre mucho antes de la transacción.
Piensa en esto, ¿quieres gustar o quieres impactar? El que quiere gustar adorna sus palabras, se hace simpático, espera likes. El que quiere impactar va directo a la tripa. Al nudo en la garganta. A esa zona donde el otro se siente expuesto. Y le dice: “sé lo que te pasa”. Esa frase, dicha con precisión, puede mover imperios.
Muchos creen que el poder está en hablar mejor. En sonar más elocuentes. En tener la última palabra. Pero la historia de Catalina demuestra otra cosa y es que el poder real está en saber qué palabra evitar. Qué silencio guardar. Qué herida no tocar, todavía. Porque el momento es parte del mensaje. Y solo quien domina el timing, domina el juego.
Si estás construyendo tu negocio o tu marca y no sabes en qué sueña tu cliente, estás tirando dardos con los ojos vendados. ¿Quieres aumentar tus ventas? Entonces deja de buscar técnicas nuevas y empieza a leer foros, leer correos de quejas, escuchar llamadas de atención al cliente. Ahí está el dolor. Y donde hay dolor, hay venta.
Nunca subestimes el poder de la curiosidad silenciosa. La mayoría pregunta para responder. Pocos preguntan para entender. Catalina era maestra en dejar hablar al otro. Y en esa escucha pasiva, recogía todo lo que necesitaba, vanidades, frustraciones, deseos no expresados. Si vendes como Catalina, vendes sin hablar mucho.
Hay quienes entran a una negociación como si fueran a una pelea. Catalina entraba como quien entra a una conversación. No buscaba doblegar al otro. Buscaba que el otro le abriera la puerta desde dentro. Y lo lograba porque, antes de pedir algo, ya sabía qué ofrecer. Ese orden lo cambia todo.
Muchos emprendedores fracasan no por falta de talento, sino por falta de lectura emocional. No saben cuándo apretar, cuándo esperar, cuándo retirarse un paso. Catalina no siempre avanzaba. A veces se detenía. A veces perdía una batalla menor para ganar la guerra. Saber ceder a tiempo también es estrategia.
No hay que ser cruel para tener poder. Pero hay que ser exacto. Y eso requiere una mirada que no juzgue, sino que entienda. El cliente que te dice “no tengo dinero” casi nunca está hablando de euros. Está hablando de miedo. De inseguridad. De haber fracasado antes. ¿Lo ves? Si te quedas en la superficie, pierdes.
Catalina no hablaba de ella. Hablaba de lo que el otro necesitaba oír. Y por eso gobernó sin oposición real. Haz lo mismo. No cuentes tu historia como si fueras el protagonista. Cuenta la historia que tu audiencia necesita vivir. Y hazte imprescindible dentro de ese relato.
Olvida los trucos baratos de persuasión. No pongas contadores regresivos si no hay urgencia real. No digas “últimas plazas” si no se ha apuntado ni tu primo. El poder de verdad, el que fideliza, es el que genera confianza profunda. Y la confianza nace de sentir que alguien te ha leído sin juzgarte.
Lo que vendes es irrelevante si no entiendes lo que el otro busca. Catalina podría haber vendido seguros de vida, consultorías, coaching o perfumes, y habría arrasado igual. Porque no vendía productos. Vendía una sensación, “conmigo estás a salvo”. Y eso, no tiene precio.
La próxima vez que pienses en mejorar tu negocio, tu marca o tu mensaje, no pienses en ti. Piensa en el otro. Pero de verdad. Búscalo en sus inseguridades, en su cansancio, en su necesidad de sentirse visto. Y desde ahí, ofrece algo que no se pueda ignorar. No por lo que eres. Sino por lo bien que lo entiendes.
Catalina no necesitó levantar muros, ni gritar más fuerte que los demás. Solo se detuvo a mirar donde nadie miraba. Comprendió que el poder no está en imponer, sino en interpretar. No en hablar de uno mismo, sino en convertirse en la respuesta silenciosa a la necesidad del otro. Y eso, incluso hoy, en plena era digital, sigue siendo la jugada maestra.
No hace falta tener un imperio. Ni un ejército. Basta con tener la mirada afilada, la escucha entrenada y la paciencia para no actuar hasta entender qué lo mueve. Porque vender, liderar, influir, todo empieza en el mismo lugar, en la decisión de mirar más allá de ti.
Y ahí está la diferencia entre quien simplemente hace ruido y quien deja huella. Entre el que se esfuerza por destacar, y el que se convierte en inolvidable.
No eres nadie, hasta que decides ser alguien para los demás.
Un post muy acertado. Siempre observo el mismo error en todas las plataformas: "Compra mi curso de yo me mi conmigo".
Además de ser ridículo, denotan una falta de empatía y saber escuchar que es fundamental para poder llegar a vender.
Muy inteligente Catalina, sí señor.