He leído tu texto con atención. Me ha hecho pensar, y eso ya es mucho. En un mundo donde abundan los decálogos de impacto y los gurús del grito, que alguien utilice a Napoleón para hablar de marca personal no es solo ingenioso; es eficaz.
Ahora bien, si me lo permites, quiero sumar una perspectiva distinta. No para contradecir, sino para matizar. Para ampliar el foco.
Yo también creo en el poder simbólico de una marca personal. Pero no desde la guerra, sino desde la presencia. No desde la amenaza, sino desde la resonancia. No desde el grito que impone, sino desde la historia que toca.
Porque una marca personal, si quiere ser duradera, no puede sostenerse solo en el ruido ni en la diferenciación forzada. Tiene que estar anclada en una verdad. En una mirada. En un compromiso profundo con lo que se quiere ofrecer al mundo. Y eso, cuando se hace bien, no necesita devorar. Solo necesita existir con claridad.
Napoleón fue símbolo, sí. Pero también fue miedo, imposición, verticalidad. Yo prefiero inspirarme en quienes han construido su huella cuidando lo que tocaban: Leonard Cohen, Saramago, Jane Goodall. Presencias que no se gritaban, pero que jamás se olvidan.
La atención es una guerra, dices. Yo prefiero pensar que la atención es un regalo. Uno que se gana no con fuegos artificiales, sino con coherencia, con una voz reconocible, con un mensaje que no se agota en el eslogan.
En mi caso, mi marca personal no está hecha para vender cursos ni para posicionarme en rankings. Está hecha para acompañar, para nombrar lo que duele, para construir desde la ternura y la lucidez. Para que quien me lea, aunque sea una sola persona, se sienta un poco menos solo.
Eso también deja marca. A veces más profunda que la cicatriz.
He leído tu texto con atención. Me ha hecho pensar, y eso ya es mucho. En un mundo donde abundan los decálogos de impacto y los gurús del grito, que alguien utilice a Napoleón para hablar de marca personal no es solo ingenioso; es eficaz.
Ahora bien, si me lo permites, quiero sumar una perspectiva distinta. No para contradecir, sino para matizar. Para ampliar el foco.
Yo también creo en el poder simbólico de una marca personal. Pero no desde la guerra, sino desde la presencia. No desde la amenaza, sino desde la resonancia. No desde el grito que impone, sino desde la historia que toca.
Porque una marca personal, si quiere ser duradera, no puede sostenerse solo en el ruido ni en la diferenciación forzada. Tiene que estar anclada en una verdad. En una mirada. En un compromiso profundo con lo que se quiere ofrecer al mundo. Y eso, cuando se hace bien, no necesita devorar. Solo necesita existir con claridad.
Napoleón fue símbolo, sí. Pero también fue miedo, imposición, verticalidad. Yo prefiero inspirarme en quienes han construido su huella cuidando lo que tocaban: Leonard Cohen, Saramago, Jane Goodall. Presencias que no se gritaban, pero que jamás se olvidan.
La atención es una guerra, dices. Yo prefiero pensar que la atención es un regalo. Uno que se gana no con fuegos artificiales, sino con coherencia, con una voz reconocible, con un mensaje que no se agota en el eslogan.
En mi caso, mi marca personal no está hecha para vender cursos ni para posicionarme en rankings. Está hecha para acompañar, para nombrar lo que duele, para construir desde la ternura y la lucidez. Para que quien me lea, aunque sea una sola persona, se sienta un poco menos solo.
Eso también deja marca. A veces más profunda que la cicatriz.
Gracias por provocar esta reflexión.
Nos seguimos leyendo.